martes, 13 de noviembre de 2012

Las ventanas

- Bonitas cortinas - me dijo, con una expresión dulce en la mirada.
- Gracias, de mi padre - respondí, sonriendo.

Estábamos recorriendo la galería, tratando de encontrar el salón aquel en el que había empezado todo, tres años atrás. El recinto que buscábamos no tenía mucho de especial: un par de cuadros pintados por quién sabe quién, otros tantos objetos inútiles y una silla.

Cada paso que dábamos encontrábamos algo nuevo, diferente de todo lo visto con anterioridad. Todas las habitaciones invitaban a entrar, a pesar del silencio y la penumbra que reinaba en el lugar. Seguimos andando por el pasillo, abriendo puerta tras puerta, con la esperanza de que la siguiente sería esa que queríamos hallar.

Llegamos al final del pasillo, creyendo que nuestros esfuerzos serían infructuosos, cuando nos percatamos del corredor que comenzaba a la derecha, medio metro más adelante. - ¿Será por aquí? - inquirió, - No lo sé, no logro recordar. Tengo claro dónde lo vi la última vez, pero no sé dónde encontrarlo -. Mi respuesta llevaba consigo tanta nostalgia como podía cargar en la voz.

Eran ya tres años desde aquel día en que tuve que abandonarlo todo; desde entonces no había vuelto. Me contuve muchas veces; muchas otras, me resistí. Siempre había alguien tratando de empujarme para traerlo de nuevo, para dejar lo poco que quedó entre mis pertenencias de valor. Nunca pensé que sería una buena idea, hasta aquella tarde de noviembre, en que él me dijo que era mejor recuperarlo todo, quedarme con lo que aún servía y desechar aquello que no iba a necesitar.

La octava puerta de ese corredor llamó mi atención: había algo en esa hoja de madera color caoba, que me hizo creer que esa era la que nos había llevado ahí. Las molduras que la adornaban estaban llenas de polvo, resultado del tiempo que tenía sin ser tocada. Giré el picaporte, empujando suavemente la puerta. El crujido que produjo al volver sobre sus goznes resonó en el espacio vacío al que daba paso. Inmediatamente sentí ese aroma tan conocido, que erizó mi piel como la primera vez que lo sentí.

Sí, definitivamente era ahí. Tal como lo imaginé, el temor se apoderó de mí y estuve a punto de echarme a correr, fuera del alcance de lo que en ese lugar estaba guardado. Me detuvo, colocando su brazo en mis hombros, atrayéndome a sí. - Tranquila, - dijo con voz firme, - será una vez y nada más, a menos que decidas quedarte. -

Tenía razón, debía dedicarme al propósito. Caminé por la habitación, tratando de localizar el interruptor de la energía. En esas estaba cuando mi rodilla derecha topó con lo que parecía ser una caja llena de cachivaches. Encendí la luz, que casi nos cegó, pero que expuso claramente lo que contenía la caja. Había cuatro libros, un marco para fotos sin fotografía, unas flores secas, un reloj de pulsera, un llavero de goma y cientos de miniaturas de cualquier naturaleza imaginable.

Y una imagen suya, la de ese que no estaría nunca más. Sabía que era sólo una imagen, pero dolió como saeta ardiente. ¿Cómo había tenido el valor de volver, conociendo que eso me esperaba? Cierto, no lo recordaba. Estando ahí, desconcertada, decidí revisar la caja y deshacerme de todo eso que no tenía que estar. Me quedé sólo con la imagen suya, el sonido de su risa, el tono de su voz y el color de sus ojos. Pinté el salón del verde que rodeaba su mirada. Puse el resto de cosas en una bolsa de basura que llevaba con ese fin. Él se hizo cargo de la bolsa, me tomó la mano y cerró la puerta detrás de nosotros. 

Nos alejamos de la puerta con paso lento pero seguro. Muchas emociones para un sólo día aunque casi terminaba. Regresamos por los pasillos que antes caminamos, sin voltear.

Mi compañero era el Tiempo. Salimos por donde entramos: mis ojos castaños, las ventanas de mi alma.

viernes, 29 de junio de 2012

Ilusiones muertas

Me gusta enterrar las ilusiones como XX, sin nombre, por si alguien vuelve y quiere sacarlas; que no sepa dónde está esa que busca, que me pregunte y yo no pueda responder.


Me gusta dejarlas morir lento, apagarles el grito. Apretarles fuerte el cuello con mis manos, con las mismas que un día trataron de hacerlas realidad.
Me gusta dejarlas así, expirar como si nada, podrirse como si para eso hubiesen nacido. Con normalidad, fresca y mansa.


¿Que si no luché por ellas? Claro, las sostuve cuando los demás las asaeteaban. Yo las tomé en mis brazos y las arrastré para sanarlas. Curé cada agujero que les dejaron, cerré con cuidado cada herida. Las levanté de nuevo y las puse a caminar.
Entonces, en el momento preciso, descubrí que no llegarían lejos y me desviarían de la realidad. Entonces, sólo entonces, las dejé caer.


Unas han llevado el nombre de un amor. Otras, tienen cara de libro, de diploma o de edad. Todas, sin duda, parecían hermosas y prometedoras.


Pero están muertas; enterradas ahí, quién sabe dónde. ¿Las conociste alguna vez?

jueves, 10 de mayo de 2012

Un día como ayer


Amanece. Parece un día común, como el de cumpleaños, el de pago o el de ayer. Todos iguales, por más que intenten hacer hincapié en su individualidad.

Se detiene frente al espejo y reconoce en su rostro terso y juvenil, las señas de una profunda tristeza que vuelven su expresión, normalmente vivaz, una mueca gris.

Afuera brilla el sol; adentro, el reloj insiste en contar los segundos al revés, restando vida. Los recuerdos, ¡Malditos bastardos!, se revuelven en su mente y le constriñen la razón.
Existe a todo esto una explicación. Una explicación como las de siempre: un sinsentido que trata de cerrarle la boca a quien se interese en el asunto.
Pero no olvida.

Retrocede en el tiempo; el corazón en carne viva y las heridas reabiertas. Una mañana cualquiera, otra como ésta, se ve al espejo. Esa frialdad en la mirada, la humedad en el castaño de sus ojos, la sonrisa ausente y la dureza de su presencia.
Nadie entiende por qué es tan irascible, por qué el enojo y el rencor contra el mundo, sin que pueda hallar el blanco perfecto para dirigir sus arrebatos. Entonces viene el llanto, la tristeza, el dolor. Ese abismo que se vuelve infierno, que la atrapa y la mete en sus entrañas sin piedad. Y se pierde, hundida en la infeliz enemiga que se ganó injustamente.

Las horas pasan, el reloj sigue marcando, incesante, con su repicar. El día se acaba, la sonrisa fingida ya se puede disipar. De vuelta en casa, rememora lo que sucedió y no logra pensar con claridad. Sólo ve pasar por sus ojos esos años que tanto trató de esquivar.
Se lava los dientes, se va sin cenar a la cama, alcanza a ponerse una pijama y apaga la luz. 
Se echa a llorar: ha vuelto a atacar.

martes, 21 de febrero de 2012

El placer de ser mujer

Ser mujer es arte, es gloria y es suerte. 
La delicia de ser mujer es más que traje y maquillaje.
El poder de hacer a un hombre sentirse dios o morder el polvo; llevarlo al cielo o hacerlo mendigo de su piel.

La mujer sabe lo que puede ser y hacer; de cómo su sólo respirar hace rendirse hasta el más reacio de los gobernadores; que la historia la hace culpable de las desgracias de los reyes... ...y de sus victorias cada noche.

Dama, mujer deseada, compañera ideal. Recatada y silenciosa; delicada, sensible y educada. Sabia, astuta y leal.
De día, la mujer que es orgullo del hombre que se precia de ser su dueño, aunque le pertenece a ella.

De noche, esa que es capaz de hacerle sentir las estrellas en sus dedos, que le hace besar la luna y sentirse invencible. La misma que sabe usar sus manos para dar placer, para provocar, para disfrutar. La que sabe comprender y otorgar, mientras complace sus deseos, amando a ése que se gloría de ella.

Las dos, la misma. Tan dama y tan fiera, tan tierna y tan salvaje. Una que es dos o muchas. Tantas como se necesite para hacer de la vida de un hombre el paraíso terrenal.