viernes, 28 de julio de 2017

De la inseguridad y esos desórdenes

Caminaba esta tarde por una zona bulliciosa en la Ciudad de Guatemala.
Mientras conversaba con mi amigo, con quien había ido a darme un atracón, percibí una creciente opresión en el pecho. Sentía las miradas sobre mí e incluso me imaginé siendo el centro de la plática de sobremesa de los comensales de los muchos restaurantes del lugar.

Tratando de controlarme y ocultar lo que estaba viviendo, continué la travesía por las callecitas del sector, un verdadero oasis. Veía pasar mujeres de todas edades y vestimentas. La incomodidad era cada vez mayor y apenas alcancé a meterme en mi carro para echarme a llorar.
Buscando entender mis sentimientos, caí en la cuenta de que me sentía avergonzada de mi cuerpo. Al recordar a las mujeres que encontré en mi camino, todas me parecían esbeltas y agraciadas; Mientras, yo sentí asco al ver mi reflejo en un ventanal.

Nunca he estado satisfecha conmigo misma, ni cuando estaba por debajo del peso ideal ni con el cabello lacio ni con mis rizos naturales. Como a un plantita ponzoñosa, he alimentado día con día mis inseguridades. Porque no soy delgada ni grácil ni tengo una hermosa melena ni me sientan bien los vestidos cortos ni aprendo a usar tacones ni sé quedarme callada ni logro equilibrar mi vida emocional. Siempre hay una excusa, una razón para sentirme inferior a cualquiera, sin importar cómo me vean los demás.

El paseo de hoy me dejó una excelente experiencia de sabor y un enorme vacío existencial, culpa, y un llanto lleno de rabia. Ojalá comer libros me quitara el hambre y así no sólo sería una cajita de información varia sino la atractiva fémina que cumple a cabalidad los cánones occidentales de belleza.