jueves, 10 de mayo de 2012

Un día como ayer


Amanece. Parece un día común, como el de cumpleaños, el de pago o el de ayer. Todos iguales, por más que intenten hacer hincapié en su individualidad.

Se detiene frente al espejo y reconoce en su rostro terso y juvenil, las señas de una profunda tristeza que vuelven su expresión, normalmente vivaz, una mueca gris.

Afuera brilla el sol; adentro, el reloj insiste en contar los segundos al revés, restando vida. Los recuerdos, ¡Malditos bastardos!, se revuelven en su mente y le constriñen la razón.
Existe a todo esto una explicación. Una explicación como las de siempre: un sinsentido que trata de cerrarle la boca a quien se interese en el asunto.
Pero no olvida.

Retrocede en el tiempo; el corazón en carne viva y las heridas reabiertas. Una mañana cualquiera, otra como ésta, se ve al espejo. Esa frialdad en la mirada, la humedad en el castaño de sus ojos, la sonrisa ausente y la dureza de su presencia.
Nadie entiende por qué es tan irascible, por qué el enojo y el rencor contra el mundo, sin que pueda hallar el blanco perfecto para dirigir sus arrebatos. Entonces viene el llanto, la tristeza, el dolor. Ese abismo que se vuelve infierno, que la atrapa y la mete en sus entrañas sin piedad. Y se pierde, hundida en la infeliz enemiga que se ganó injustamente.

Las horas pasan, el reloj sigue marcando, incesante, con su repicar. El día se acaba, la sonrisa fingida ya se puede disipar. De vuelta en casa, rememora lo que sucedió y no logra pensar con claridad. Sólo ve pasar por sus ojos esos años que tanto trató de esquivar.
Se lava los dientes, se va sin cenar a la cama, alcanza a ponerse una pijama y apaga la luz. 
Se echa a llorar: ha vuelto a atacar.