sábado, 10 de mayo de 2014

La mamá primera

"¡Hasta que no tengas tus hijos no vas a entenderme!"
Seguramente así es, no puedo entender muchas cosas porque jamás he estado en sus zapatos.

Hoy voy a contarles una historia de la vida real.

Mi mamá biológica pasaba trabajando tantas horas en el día, que le era materialmente imposible estar conmigo. Apenas pudo darme leche materna cerca de tres meses y era esa la única razón que le permitía dejar sus labores un momento. Afortunadamente (para ella y para mí), tuve una hermana mayor que me amó a pesar de lo que significaba para ella mi nacimiento. Muchas veces pienso cómo me hubiera ido si hubiera sido yo quien enfrentara esa situación y simplemente me doy cuenta de cuánto vale su amor por mí.

Era una adolescente cuando yo nací. Desde entonces me bañaba, me vestía, preparaba mis pachas, mis papillas, estaba pendiente de las cosas que me hacían falta, etc. Eso sin contar su vida escolar y más tarde, universitaria y laboral. Estuvo en cada etapa de mi infancia, desde mis primeras fiebres, pasando por mis primeros pasos, las primeras palabras, los primeros dibujos, los primeros días de colegio...

Me enseñó a pintar, a recortar, a pegar; los números y las vocales, los días y los animales. Ella me enseñó a saber cuáles meses tienen 31 días, con un método que me es útil hasta hoy. Hizo un excelente trabajo para que distinguiera la izquierda de la derecha (sin prever que un golpe en la cabeza me haría olvidarlas permanentemente), a amarrarme las cintas de los zapatos, a abrocharme el pantalón y a cepillarme los dientes.

Me compró mi primer mapamundi, mis cuentos de Disney y grabó para mí muchos cassettes con canciones de Cri-Cri. Celebró mis primeros 6 cumpleaños con toda la pompa posible; me dio las nalgadas necesarias para que me dejara desenredar el pelo (eso se lo quedo debiendo porque de peinarme sí no me convenció); me llevó a la universidad, a su trabajo, a la casa de sus amigas, a sus citas amorosas... Adonde fuera necesario con tal de no dejarme sola.

Ella me hizo creer en Santa Claus y en el ratón de los dientes. También me confesó lo que ya me temía: ella era ellos. Con ella escribí mis peticiones de regalos, que dejábamos en la chimenea, esperando que el panzón de bata roja viniera por mis notas. Era ella quien ponía el árbol de Navidad y debajo de él, mis regalos, que ella compraba, ¡obviamente! (Con razón me "sugería" eliminar de mis deseos aquellos imposibles).

Tengo muchas cosas que contar. Mis mejores recuerdos de niña los tengo con ella. Ella fue mi mamá cuando mi mamá no pudo serlo. Nunca estuve sola y estoy segura que gracias a ella en buena medida soy todo lo bueno que puedo ser hoy. Ha compartido conmigo mis ratos alegres y ha llorado conmigo mis fracasos y decepciones. Hoy es madre de dos hermosas mujercitas pero yo fui la pobre en cuya cabeza aprendió a ser barbera ¡a mucha honra!

Cuando se casó y se mudó para hacer su propia familia, sufrí mucho. Tenía apenas 7 años y no lo sentía justo. La transición de mamás no fue fácil para mí y aunque al final lo superé, siempre me hizo falta. Pero fue en ese momento en que empecé a descubrir que alguien más me quería también, que también era su hija, que también necesitaba estar conmigo y yo con ella. Su ausencia me hizo conocer, después de todo, a mi mejor amiga y la mujer que ha sido mi soporte tantos años, en mi adolescencia y mi juventud: mi mamá, Marie.

Pero quise contar esta historia porque tengo mucho que agradecerle a esa mamá que lo fue no por obligación sino por decisión: ¡feliz día de la madre, Celes!

viernes, 9 de mayo de 2014

Diario de una gorda

Hace unos días, mientras decidía qué pantalón aún me quedaba de entre todos los que alcanzaba a ver, entré en una profunda reflexión acerca de la gordura.

Meditando sobre el contenido de mi closet, me topé con la evidencia pura e innegable de la evolución de mi tejido adiposo: de la talla 6 a la 8, de la 8 a la 10, de la 10 a la 6 y de la 6 a la 8. Pues... el Atlántico en pleno temporal no es nada en comparación con el oleaje de pesos que me rifo. Entonces entré en un nivel de meditación más hondo: ¿por qué rayos varío tanto?

Encontré que tenía la respuesta en la punta de la lengua, literalmente. ¡El sentido del gusto y mi delirio por la dulzura! Ahí, esa es la razón. Bueno... si eximimos de culpa a mi carencia de voluntad y decisión. Y la ansiedad que me mantiene con un apetito capaz de devorar elefantes crudos con tal de no esperar un momento más la comida. ¡Ah! La deliciosa comida de mi mamá tampoco ayuda mucho.

Mis constantes rupturas amorosas ponen su granito de arena... (¿granito? Se me hace que aportan todo un desierto, con membresía vitalicia, para no permitir que haga falta jamás.) ¿Acaso no tengo que buscarle solución a la depresión que me causa ser una 'mamirrica' más soltera que hermana de la caridad? Al final, un par de botes de Nutella, un paquete de paquetes de galletas Oreo, cuatro Snickers, dos MilkyWay y medio galón de helado de menta con chocolate nunca le han hecho daño a nadie, ¿verdad? ¡¿VERDAD?!

Salgo a tomar algo de aire porque casi me asfixio en sollozos. Mi bici me dirige una mirada con sus dos hermosas ruedas negras. ¡Claro! ¡Ahí está la mitad de la solución: hacer ejercicio! Sí, ¡cómo no! Mi cerebro me hace una cara de Chloe:

El bendito círculo vicioso: estoy gorda por no hacer ejercicio pero no hago ejercicio por estar tan gorda. Y así, el gimnasio sigue cobrándome la mensualidad mientras me zambuto otro pedazo de pastel de chocoqueso con fresas, "jirimiqueando" por no poder andar paseándome en bikini.