viernes, 9 de mayo de 2014

Diario de una gorda

Hace unos días, mientras decidía qué pantalón aún me quedaba de entre todos los que alcanzaba a ver, entré en una profunda reflexión acerca de la gordura.

Meditando sobre el contenido de mi closet, me topé con la evidencia pura e innegable de la evolución de mi tejido adiposo: de la talla 6 a la 8, de la 8 a la 10, de la 10 a la 6 y de la 6 a la 8. Pues... el Atlántico en pleno temporal no es nada en comparación con el oleaje de pesos que me rifo. Entonces entré en un nivel de meditación más hondo: ¿por qué rayos varío tanto?

Encontré que tenía la respuesta en la punta de la lengua, literalmente. ¡El sentido del gusto y mi delirio por la dulzura! Ahí, esa es la razón. Bueno... si eximimos de culpa a mi carencia de voluntad y decisión. Y la ansiedad que me mantiene con un apetito capaz de devorar elefantes crudos con tal de no esperar un momento más la comida. ¡Ah! La deliciosa comida de mi mamá tampoco ayuda mucho.

Mis constantes rupturas amorosas ponen su granito de arena... (¿granito? Se me hace que aportan todo un desierto, con membresía vitalicia, para no permitir que haga falta jamás.) ¿Acaso no tengo que buscarle solución a la depresión que me causa ser una 'mamirrica' más soltera que hermana de la caridad? Al final, un par de botes de Nutella, un paquete de paquetes de galletas Oreo, cuatro Snickers, dos MilkyWay y medio galón de helado de menta con chocolate nunca le han hecho daño a nadie, ¿verdad? ¡¿VERDAD?!

Salgo a tomar algo de aire porque casi me asfixio en sollozos. Mi bici me dirige una mirada con sus dos hermosas ruedas negras. ¡Claro! ¡Ahí está la mitad de la solución: hacer ejercicio! Sí, ¡cómo no! Mi cerebro me hace una cara de Chloe:

El bendito círculo vicioso: estoy gorda por no hacer ejercicio pero no hago ejercicio por estar tan gorda. Y así, el gimnasio sigue cobrándome la mensualidad mientras me zambuto otro pedazo de pastel de chocoqueso con fresas, "jirimiqueando" por no poder andar paseándome en bikini.

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