martes, 29 de octubre de 2013

Esa que nunca se fue

Se puso la mano en el tiempo, mientras tomaba otro sorbo de café. "Es tarde, apúrate", dijo con un tono pacífico.

Hace mucho había aprendido que de amor nadie se muere pero sí de impaciencia. Los años habían sido benévolos con él: tenía el alma cundida de cicatrices. Había peleado contra el desamor, se enfrentó al desengaño, lo atacaron cientos de dudas y con todo, había subsistido. Por eso, el amor no tan fácil le convencía.

Salió, un tanto despeinada, con la cara descompuesta y con más rubor en la mejilla izquierda que en la derecha. "¡Carajo, hombre! ¿Qué no ves que me apremia suficiente la pena como para que vengas tú a apurarme por tus caprichos? Ándale, que se hace tarde", le espetó, cerrando con un portazo.

"¡Ah, mujer al fin!", exclamó él, con una sonrisa de medio lado, mientras se estiraba las mangas de la chaqueta cuadriculada. Hacía mucho creía haber perdido a aquella que siempre fue su fortaleza, quien lo sacaba de lo profundo y le animaba a andar con la frente en alto. Tal vez todo el dolor le había hecho alejarse de esa a quien tanto amaba y hoy... Y hoy solamente la veía pasar.

Mientras avanzaba detrás de ella (la llevaba a un tiro de piedra), reflexionó sobre el por qué, a pesar de sentir ya no quererla, no podía dejarla. "Me ha metido en tanto lío y por ella he dado pasos al vacío, y heme aquí, sacándola para ver si con un aire fresco se reaviva un poco. Estamos viejos ya, ya poco nos queda, ¿no estaré mejor sin ella? Al cabo que no le hago falta, lo sé."

Ella parecía completamente ajena a lo que sucedía a sus espaldas. Había algo que no dejaba de rondarle la cabeza: ¿qué diantres hacía aún con él? "El tipo es un testarudo. Le cuesta entender que yo tengo la razón, cuando le digo que confíe, que va a salir. Todo quiere verlo con sus propios ojos, ¿para qué me tiene entonces? ¿Para qué pidió por mí? Cuándo al fin llegué, ya no me quería. Típico, no me valora, no se da cuenta que me necesita, pero no puede vivir sin mí. Pero tampoco yo lo abandono."

Continuaron caminando, colina abajo, hasta llegar a un caudaloso río, indomable. Ella se detuvo a la orilla; él la alcanzó. ¿Haber andado tanto y encontrarse con esto? Ella, aturdida, alzó sus ojos y le interrogó con la mirada. "Hay que cruzar", dijo con su voz tan varonil. Entonces, flaqueó; dudó. “¡¿Cómo pretende el grandulón que crucemos este río sin saber lo que hay más allá?!" Aún no terminaba de decir aquello en su cabeza, cuando el hombre la alzó en brazos, la rodeó tiernamente, y susurrándole al oído, empezó a avanzar.

"Todos estos años", comenzó, "fuiste tú quien me mantuvo en pie. Me sostuviste y me guardaste de caer aún más hondo. Has sido tú quien, al más ligeros los fracasos, me has llenado de valor. Siempre, cada día, me diste razones para ponerme en pie y seguir. Y a través de las heridas que la vida y sus azares me propiciaron, siempre te vi a ti. No tengo más que abrazarte fuertemente y prometerte que, después de lo que has hecho por mí, no voy a abandonarte."

Las lágrimas corrieron de sus ojos, al darse cuenta que seguía amándolo y que era él mismo esa razón por la cual no lo había dejado: la necesitaba para vivir porque ella era la razón de su vida, como él era su razón de ser. Y se fortaleció y sonrió y lo amó, como el primer día.

Él era un hombre común; ella, su fe.