viernes, 17 de octubre de 2014

De cómo él es demasiado para ella porque ella es demasiado para él y ninguno es muy poco.

“Él es uno de esos seres que habla con cada partícula de su existencia”, me dijo. Cuando susurraba estas palabras, sus ojos se perdieron en el infinito con un brillo excepcional. “Es una extraña mezcla entre la picardía casi perversa y una inocencia infantil”, continuó. Mientras, mi cabeza giraba como un rehilete al viento otoñal, imaginando la tal cosa cuya melosa descripción escuché.

Caminamos por el sendero; habrá sido una hora, quizá, durante la cual no dejó de hablar de él. Me contó cuánto habían vivido juntos y lo mucho que había disfrutado todos los segundos a su lado. Llegué a conocerlo tan bien con sólo atender a su narrativa. Después de media hora de lo mismo, cualquiera pensaría que me habría hartado, pero su fascinación por él era tal que lo único que quería yo era seguir disfrutando de su éxtasis.

“Tiene un hoyuelo… en la mejilla. No, no en la mejilla… en la comisura de sus labios. Sí, ahí, justo donde acaba esa sonrisa suya, tan perfecta, tan embriagante. Y sus ojos… tienen un color único, uno que no había visto antes jamás. Son… son como miel… como caramelo líquido, como azúcar a medio dorar…”, hablando de a pocos, como pensando muchas veces cómo decirlo, como si se aglutinaran en su mente miles de formas igualmente insuficientes para detallar aquello que le atraía tan fuerte.

“¿Cómo lo conociste?”, pregunté; “¿Conocerlo? No, no lo conozco. Es demasiado universo como para jactarme de cosa semejante. Apenas le he visto, apenas observo y apenas disfruto de él, porque es demasiado para mí”. Me asombré cuando interpreté que ella se sentía poco para él y no pude disimular la exaltación al inquirir “¡¿poco?! ¡¿Acaso te sientes poco para él?! ¿Es que..”, “¡NADA DE ESO!”, me interrumpió con un tono bastante más alto. “De ninguna manera. Somos demasiado… somos demasiado como para no estar juntos. Él hace que me sienta demasiado como para estar lejos; demasiado como para no verlo a los ojos; demasiado como para no sonreír cuando menciona mi nombre; demasiado como para no enloquecer cuando me habla al oído. Sí, soy demasiado para él.”

Entonces comprendí: la esencia de su amor era la superioridad. Era saber que el otro era mucho más y que de ningún modo eso les hacía sentir poco, sino potenciaba el placer de sentirse elegidos por alguien que nadie más merecía. No era un juego de palabras; era un sentimiento complejo y tan íntimo que solamente ellos entendían. Eso fue lo que comprendí: esa mutualidad, ese desenfreno y esa seguridad de que el otro siempre es superior. Algo así como un ciclo infinito, un circuito, un epíteto aplicable a ambos en la misma medida y siempre en reciprocidad.

Y entonces ella rasgó de un zarpazo mis cavilaciones, con un una voz lejana: “Ojalá… Ojalá me encuentre una segunda vez.”.


Me detuve, viéndola alejarse entre los pastizales buscando el camino de vuelta a casa, donde tal vez se volvieran a cruzar.