viernes, 12 de abril de 2013

Situación política de la República de un corazón partido


Desde la última elección, las cosas no van muy bien. Al principio, todo era perfecto, se perfilaba a ser el renacer de un país por demás destrozado. Las pocas esperanzas e ilusiones que habían sobrevivido los años de crueles guerras civiles, aguardaban, impacientes pero temerosas, el cambio que vendría.

Las cosas no salieron como se esperaba. La nación completa se animaba a diario con las muestras de afecto y deferencia de su príncipe; le entregaban sus coronas al elegido, le daban sus primicias y además, ganancia; tributaban con todo, de buena ánimo, y hasta en exceso. Hicieron fiestas en su honor, aun estando él ausente.

Entonces vino la embestida.

El señor elegido parecía estar muy enamorado de su nación pero hacía cosas sin sentido. Decía entregarle todo lo bueno de sí, así parecía, pero existía otra nación que le susurraba al oído planes de autogolpe. Golpe de Estado. Esa perversa nación le hacía creer que los bien intencionados habitantes de su país estaban planeando traicionarlo y echarlo fuera. Y se lo creyó, al menos un tiempo.

Los habitantes, heridos y preocupados, doblaron esfuerzos para demostrarle que estaba equivocado, que podía confiar en ellos, que todo estaría bien. “Juntos,” le decían, “juntos saldremos de ésta. No podemos solos, tenemos que estar unidos”. La tormenta amainó ligeramente mas fue sólo para tomar impulso y levantarse aun más fuerte.

Esperanzas, ilusiones y buenas intenciones, todas juntas, lucharon aguerridamente contra los miedos coterráneos y los ajenos, incluidos los de su amado gobernante. Había sido un período de gobierno complicado pero lleno de glorias. Estaban heridas y sin embargo siguieron batallando. Pero el gobernante dimitió.

En una de las tantas cumbres, celebradas en secreto, la otra nación dijo cosas que nadie, nunca, sabrá. Como es siempre, las naciones hipócritas se tendieron las manos e hicieron las pases. La última de las cumbres fue descubierta por la esperanza más tierna, la que había brotado en la edad dulce de su gobierno. Atónita, la pequeña se desmoronó al ver a su adorado héroe inclinándose ante otra bandera, saludándola con honores, cuando su nación completa esperaba que su resfriado le dejara en paz.

La esperanza, destrozada, corrió a su encuentro, entre lágrimas. Le dijo dolida: “¿Por qué nos mentiste? Confiamos en ti, ¿por qué nos engañaste?”. Fríamente, él respondió: “Sí, les mentí. Lo arruiné, ¿verdad? Ya no hay nada qué hacer.”

La pobre chiquilla, sollozando, fue a contarle al pueblo lo sucedido. Toda la nación entró en duelo. No era el engaño y la mentira: era el cinismo y la frialdad. Así pagó el gobernante las tantas cosas buenas que estaban todas dispuestas a dar. Un día después acudieron en cuadrillas a destruir el monumento que durante mucho tiempo habían estado preparado para su salvador. Acabaron con la sorpresa que en pocos días habrían de darle. Rompían cada parte, hasta donde podían, antes de dejar en manos de otra cuadrilla la delicada y terrible labor.

Todo en este país llevaba su nombre. Las calles, los edificios, escuelas, hospitales, restaurantes y boutiques. Todo lleva algo de él en sí, para recordar cada momento que habían vivido en la majestad de su gobierno. Él dio muchas cosas, de las cuales todos los habitantes habían disfrutado. Incluso sus momentos de ira y destrucción hicieron que la nación entera creciera creyendo en él.

Abandonó la tierra que lo había amado y exaltado. Lo hizo como no lo hacen los valientes, no dio la cara. No pudo pedirle perdón a su nación, no fue capaz. Aunque sus admiradores no eran perfectos y cometieron errores, dejaron de pagar impuestos ocasionalmente, unas veces no interpretaban correctamente las órdenes y otras cuantas veces las desobedecieron, todos lo amaban. Todos se rindieron en cuerpo y alma a hacerle dichoso para que se sintiera orgulloso de tener el pueblo que merecía.

Se fue sin decir adiós. Quería estar solo, amaba su soledad, aunque él le llamó libertad. Tenía una nación fiel, un pueblo que lo respetaba y un país que le había puesto de pie ante el mundo, mostrando eufórico cada mañana a su príncipe. Borró de sí todo recuerdo de ellos, olvidó lo mucho que había dicho amarles. Ni siquiera dejó una nota, solamente dijo “Se acabó”, y se largó.

Y así, el caos volvió a destruir esperanzas e ilusiones. Las ancianas que se guardaron para morir en paz, no consiguieron la paz, sino murieron en dolor. Las jóvenes, que creyeron ser testigos de las maravillas del amor, cayeron a tierra, decepcionadas. Todo el lugar está en silencio; a lo lejos se escucha uno que otro llanto. Las cenizas cubren el lugar, donde ni el viento sopla ya. Es un desierto inhabitable, mientras que se resuelve la desgracia en que quedó.

Arcas vacías, tierras desoladas, un pueblo que llora las burlas de quien tanto prometió y al final poco cumplió. Queda eso y nada. Así, un país en quiebra, con la moral distorsionada y pocas ganas de seguir.

No hay comentarios:

Publicar un comentario